EL POLICÍA SIN UNIFORME
Prof.
Fabio Farfán Hernández
Plateada, clara
y festiva, surge lentamente la luna inmensa; la noche se enternece, con la
lumbre de la plata azulada y un concierto efímero de batracios nocherniegos
rompen el velo de la lóbrega noche con su incesante croar.
El Río es un
lecho como en una enorme cuna, corre su agua lenta, espesa de noche, rizándose
con el vientecillo que viene jugueteando de la campiña verde y agreste de
Chumo, Tintaya, Trapiche y San Felipe.
Río Vilcanota,
inmenso y burlante en diciembre, manso e inofensivo en octubre, relame las
hojas sueltas y las yerbas silvestres que crecen en sus márgenes; y parece
mentira la luna también camina en las linfas oscuras y casi inertes de la gran
cúpula nocturna.
La ciudad de
Sicuani, duerme tranquila junto al regazo del viejo Apu Jururo. En el solitario
puente nadie está, solo aquel vientecillo helado que susurra como en los barcos
abandonados, deslizándose entre los gruesos barrotes del viejo puente, como una
caricia más a su centenaria existencia.
Los corpulentos
arboles del antiguo cuartel se mecen descabezando un sueñecito. De los balcones
vetustos del malecón se desliza un silencio luminoso. En el fondo, alto y
hierático, se empina la torre de la Iglesia Matriz, con sus tenues lucecitas y su reloj de cuatro esferas, marcan las tres
de la mañana.
Y de pronto el
“ayayay” de una copla en que se percibe el tufo jaranero del cantador
“borrachito”… que orgulloso me siento de haber nacido aquí… de llamarme canchino,
Sicuani querido…
Y lejos en las
solitarias callecitas de tenue luz, un pitillo, así como el juguete inofensivo
de un niño tuiii… tuiii… tuiii rasga el velo nocturnal de una noche silente.
Era Cabrera Tordoya, el guardián nocturno de la ciudad. El policía sin
uniforme, sin jefe y sin cuartel. Dando los últimos pitazos nocherniegos,
después de su fatigosa labor, que comenzaba a las diez de la noche y terminaba
al segundo cantar de los gallos.
Pero ¿Quién era
Cabrera Tordoya?
Este personaje,
fue como tantos otros que rompen esa monotonía del diario vivir. Seres que
nadie sabe de dónde vienen, donde van, ni que se llaman. Solamente aparecen
como el Ave Fénix de la Mitología griega. Seres segregados de la sociedad
debido a la influencia de su excentricidad, o sabe Dios qué impulsos extraños
del desequilibrio mental, o del abatimiento.
Se llama Francisco Cabrera Tordoya, el policía
sin uniforme y sin número, sin sueldo ni cuartel. Usaba la antigua y clásica
“zarita” abrigo raido, grueso bastón y un pequeño silbato inconfundible en su
tonalidad. Era un caballero alto, de tez blanca, ojos claros, mirada profunda y
luengas barbas.
Durante muchos años vivió en Sicuani, sin mayor
provecho -según el dicho popular- , a expensas del favor que personas
caritativas le dispensaban para el sustento de su vida; y un día quiso ser útil
a la sociedad. Pensó que no podía seguir siendo un parásito y se dedico a la
sin par tarea de velar el sueño del vecindario y a cuidar el patrimonio de sus
congéneres.
Pito en ristre, nuestro policía comenzó con su
tarea, que los buenos sicuaneños aplaudieron y premiaban a Cabrera con sendas
copas de pisco, cigarrillos y otros. El comercio así como los bancos, asignaron
también pequeños sueldos voluntarios que estimulaban la sin par acción.
Resulto pues, algo así como aquellos celadores
de la época virreinal que anunciaba su presencia con el pregón de las horas
nocturnales.
¡Esa tienda esta con luz! ¡Despierte jefeee…!
Este paseo insomne por todas las calles de la
ciudad, no terminaba sino cuando asomaba la aurora. Al primer cantar de los
gallos y con la cabeza metida entre las solapas, retornaba por la calle dos de
mayo para alojarse en su domicilio precario que era el hospital, donde recibía
caritativa asistencia a sus dolencias y hospedaje.
Cabrera, movió la inspiración de un escultor
que estuvo de paso por Sicuani, y tomo la figura de su rostro en acertado boceto.
Tiempo después, se vendían pequeños bustos artísticamente modelados del policía sin número, y que
muchas familias deben conservar todavía como recuerdo de un personaje sin
fortuna, que supo ser útil a la sociedad por muchos años.
Sus dolencias y el tiempo inexorable que
discurría pesaban sobre sus hombros e hizo que en muchas oportunidades dejara
de escucharse el clásico silbato y anuncio. Lo daban por muerto, pero solo eran
pequeñas treguas a su agotadora función y de nuevo el vecindario volvía a ser
gratamente sorprendida por la meliflua tonalidad de su silbato.
Pero un día, el tranquilo vecindario sicuaneño,
espero demasiado la grata sorpresa. La comidilla del día fue otra vez su
muerte. Y Cabrera no volvió al escenario de su drama, había desaparecido en una
de sus infatigables rondas por calles y plazas. El vecindario lo echo de menos
y lamento su ausencia. Cabrera se fue decían unos, Cabrera a muerto decían los
otros y esta vez no siquiera llego a su sagrado aposento el hospital. La calle
dos de mayo se hizo interminable para el… y siguió caminando por el misterioso
sendero de la vida… pito en ristre… cavilando… abrazado de su destino…
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