domingo, 28 de agosto de 2016

Acuarelita de mi pueblo

HE PINTADO MI CASA 
(Luis Franco)

Con los colores pobres 
de la pintura al agua
he pintado mi casa
y en cada pincelada
me manché de nostalgia.
Nostalgia de colores
con que fueron cambiando
año a año,
pintada tras pintada,
paredes y esperanzas:
Amarillo de trigos,
verde primaveral,
celeste de amplio cielo
y rojo, de maduros frutales.
He pintado mi casa
y al pintarla,
he pintado mi alma
de colores hermosos
colores de mi infancia,
colores de los pobres
de la pintura al agua.



Pueblo (acuarela)


ESTAMPA SICUANEÑA

EL POLICÍA SIN UNIFORME

Prof. Fabio Farfán Hernández

Plateada, clara y festiva, surge lentamente la luna inmensa; la noche se enternece, con la lumbre de la plata azulada y un concierto efímero de batracios nocherniegos rompen el velo de la lóbrega noche con su incesante croar.

El Río es un lecho como en una enorme cuna, corre su agua lenta, espesa de noche, rizándose con el vientecillo que viene jugueteando de la campiña verde y agreste de Chumo, Tintaya, Trapiche y San Felipe.

Río Vilcanota, inmenso y burlante en diciembre, manso e inofensivo en octubre, relame las hojas sueltas y las yerbas silvestres que crecen en sus márgenes; y parece mentira la luna también camina en las linfas oscuras y casi inertes de la gran cúpula nocturna.

La ciudad de Sicuani, duerme tranquila junto al regazo del viejo Apu Jururo. En el solitario puente nadie está, solo aquel vientecillo helado que susurra como en los barcos abandonados, deslizándose entre los gruesos barrotes del viejo puente, como una caricia más a su centenaria existencia.
Los corpulentos arboles del antiguo cuartel se mecen descabezando un sueñecito. De los balcones vetustos del malecón se desliza un silencio luminoso. En el fondo, alto y hierático, se empina la torre de la Iglesia Matriz, con sus tenues lucecitas  y su reloj de cuatro esferas, marcan las tres de la mañana.

Y de pronto el “ayayay” de una copla en que se percibe el tufo jaranero del cantador “borrachito”… que orgulloso me siento de haber nacido aquí… de llamarme canchino, Sicuani querido…

Y lejos en las solitarias callecitas de tenue luz, un pitillo, así como el juguete inofensivo de un niño tuiii… tuiii… tuiii rasga el velo nocturnal de una noche silente. Era Cabrera Tordoya, el guardián nocturno de la ciudad. El policía sin uniforme, sin jefe y sin cuartel. Dando los últimos pitazos nocherniegos, después de su fatigosa labor, que comenzaba a las diez de la noche y terminaba al segundo cantar de los gallos.

Pero ¿Quién era Cabrera Tordoya?

Este personaje, fue como tantos otros que rompen esa monotonía del diario vivir. Seres que nadie sabe de dónde vienen, donde van, ni que se llaman. Solamente aparecen como el Ave Fénix de la Mitología griega. Seres segregados de la sociedad debido a la influencia de su excentricidad, o sabe Dios qué impulsos extraños del desequilibrio mental, o del abatimiento.

Se llama Francisco Cabrera Tordoya, el policía sin uniforme y sin número, sin sueldo ni cuartel. Usaba la antigua y clásica “zarita” abrigo raido, grueso bastón y un pequeño silbato inconfundible en su tonalidad. Era un caballero alto, de tez blanca, ojos claros, mirada profunda y luengas barbas.
Durante muchos años vivió en Sicuani, sin mayor provecho -según el dicho popular- , a expensas del favor que personas caritativas le dispensaban para el sustento de su vida; y un día quiso ser útil a la sociedad. Pensó que no podía seguir siendo un parásito y se dedico a la sin par tarea de velar el sueño del vecindario y a cuidar el patrimonio de sus congéneres.

Pito en ristre, nuestro policía comenzó con su tarea, que los buenos sicuaneños aplaudieron y premiaban a Cabrera con sendas copas de pisco, cigarrillos y otros. El comercio así como los bancos, asignaron también pequeños sueldos voluntarios que estimulaban la sin par acción.

Resulto pues, algo así como aquellos celadores de la época virreinal que anunciaba su presencia con el pregón de las horas nocturnales.

¡Esa tienda esta con luz! ¡Despierte jefeee…!

Este paseo insomne por todas las calles de la ciudad, no terminaba sino cuando asomaba la aurora. Al primer cantar de los gallos y con la cabeza metida entre las solapas, retornaba por la calle dos de mayo para alojarse en su domicilio precario que era el hospital, donde recibía caritativa asistencia a sus dolencias y hospedaje.

Cabrera, movió la inspiración de un escultor que estuvo de paso por Sicuani, y tomo la figura de su rostro en acertado boceto. Tiempo después, se vendían pequeños bustos artísticamente  modelados del policía sin número, y que muchas familias deben conservar todavía como recuerdo de un personaje sin fortuna, que supo ser útil a la sociedad por muchos años.

Sus dolencias y el tiempo inexorable que discurría pesaban sobre sus hombros e hizo que en muchas oportunidades dejara de escucharse el clásico silbato y anuncio. Lo daban por muerto, pero solo eran pequeñas treguas a su agotadora función y de nuevo el vecindario volvía a ser gratamente sorprendida por la meliflua tonalidad de su silbato.

Pero un día, el tranquilo vecindario sicuaneño, espero demasiado la grata sorpresa. La comidilla del día fue otra vez su muerte. Y Cabrera no volvió al escenario de su drama, había desaparecido en una de sus infatigables rondas por calles y plazas. El vecindario lo echo de menos y lamento su ausencia. Cabrera se fue decían unos, Cabrera a muerto decían los otros y esta vez no siquiera llego a su sagrado aposento el hospital. La calle dos de mayo se hizo interminable para el… y siguió caminando por el misterioso sendero de la vida… pito en ristre… cavilando… abrazado de su destino…